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Tomás de Aquino (<span class="elsevierStyleItalic">Summa</span>, II-I, 31, 6 ad 3)</p><p id="par0060" class="elsevierStylePara elsevierViewall">Recuerdo que durante mi periodo de formación clínica, cuando yo era un interno o residente en los hospitales americanos, si habíamos agotado los tratamientos de un enfermo solíamos escribir en el historial «TLC», equivalente a <span class="elsevierStyleItalic">Tender loving care</span>, es decir: amor y cariño. En el fondo, lo hacíamos con una cierta sorna, como una broma entre nosotros, y para que el que viniera detrás supiera que ante este enfermo no había mucho que hacer, que estábamos perdiendo el tiempo, y que mejor, agobiados como siempre estábamos de tanto trabajo y con unos horarios apretados, dedicarse a otra tarea. Con la experiencia que nos dan los años he aprendido lo muy equivocados que estábamos. El tiempo siempre escaseaba, las intervenciones terapéuticas con fármacos quizás las habíamos agotado pero el <span class="elsevierStyleItalic">loving care</span>, se podía seguir administrando con generosidad si pasábamos unos minutos junto al paciente: hablar con él, participar de sus preocupaciones y deseos, y tomarle la mano, sobre todo tomarle la mano y establecer un contacto físico que significaba: <span class="elsevierStyleItalic">«no siento tu dolor ni yo moriré en pocas horas pero no estás solo, estoy contigo y compartiremos juntos estos momentos».</span> Esto podía constituir la mejor medicina, aunque no se encontrara en la farmacia y no estuviera incluida en el cada día más voluminoso vademécum (PDR en inglés); sin embargo, éramos jóvenes, y todos teníamos demasiado trabajo y mucha prisa en escribir una receta y pasar a la cama siguiente.</p><p id="par0010" class="elsevierStylePara elsevierViewall">Hace un tiempo estuve internado con 7 costillas rotas en uno de nuestros hospitales universitarios. Lo que recuerdo con más afecto es a uno de los enfermeros de la unidad de cuidados intensivos, que durante el turno de noche, riendo, me rascaba la planta de los pies. Aquella broma, junto con las cosquillas que me producía (yo le rogaba: no me hagas reír que me duele) me aligeraba mi malestar más que cualquier tranquilizante.</p><p id="par0015" class="elsevierStylePara elsevierViewall">Unos días después, ya en la sala del servicio de cirugía, al incorporarme sentí un fuerte dolor y una falta de aire repentina. Un neumotórax, pensé. La radiografía confirmó mi sospecha: el pulmón derecho estaba colapsado y el mediastino desplazado hacia la izquierda. El dolor y la falta de aire eran intensos y mi malestar y preocupación no eran menores. Pronto acudió la residente con todo el instrumental y equipo necesario. Puedo afirmar que la maniobra para hacer pasar un grueso tubo de aspiración mediante mi pared costal, movilizando las costillas quebradas, no constituyó una experiencia agradable. En aquellos momentos, rodeado del personal sanitario y de algún familiar que habían acudido urgentemente, lo que más noté a faltar fue el contacto humano. Tomé la mano del enfermero que tenía al lado y no la solté durante toda la operación. El, hombre de mediana edad, me miraba extrañado pero yo le encarecía que mantuviera el contacto. La residente colocó el drenaje hábilmente y yo sentí un alivio inmediato. A mi tranquilidad y mejoría contribuyeron de forma importante, no solo la expansión de mi pulmón, pero el calor que sentía en la mano gracias a aquella otra mano que me atestiguaba que en aquellos momentos, a pesar de padecer un dolor insoportable, estaba acompañado, no estaba solo.</p><p id="par0020" class="elsevierStylePara elsevierViewall">Quise ilustrar la cubierta de mi libro<a class="elsevierStyleCrossRef" href="#bib0005"><span class="elsevierStyleSup">1</span></a> con la fotografía de Yolene, o mejor dicho, su mano diminuta agarrando mi dedo índice (¿dónde estará 30 años más tarde?) (<a class="elsevierStyleCrossRef" href="#fig0005">fig. 1</a>). Aquella criatura de pocos años estaba internada en el servicio de niños malnutridos del Hospital Albert Schweitzer, en una región rural de Haití. El espectáculo que allí se presenciaba no inducía al optimismo: no parecía que estuviéramos en una isla del Caribe, sino más bien que nos encontráramos en un campo de refugiados en plena guerra biafreña. Una treintena de críos con diferentes grados de desnutrición tumbados o sentados encima de unos colchones de plástico, algunos gateando entre las gallinas y perros que lamían o comían los restos de comida caídos al suelo; es decir, niños que habían padecido hambre durante meses y que sus primeras experiencias en este mundo habían sido un sufrimiento constante, el no saciar nunca su apetito, el no sentirse jamás satisfechos. El resultado era unos niños que no se movían, hieráticos, que no hablaban, que apenas proferían alguna queja, que quedaban encima de la cama casi inmóviles durante horas, con unos cuerpos esqueléticos, un cabello amarillento y unos vientres prominentes. Allí pasaban semanas hasta que se recuperaban (¿cuántos quedarían marcados para siempre?), y hasta que las madres aprendían lo que había que hacer para evitar recaídas; muchas volvían unos meses más tarde: podían saber muy bien cómo evitar la malnutrición, pero cuando no había nada para comer de poco les servía. Yo, cuando tenía un momento, visitaba el Annex (así llamaban el servicio) y pasaba allí un buen rato en aquella confusión y desorden. Ahora visto desde la distancia me parece increíble que todo aquello me diera energía, pero así era. Sabía que en cuanto Yolene me viera vendría hacia mí con su andar vacilante y sin decir nada se colgaría de mi índice. Dábamos unos pasos y yo sentía el calor de su mano diminuta (<a class="elsevierStyleCrossRef" href="#fig0010">fig. 2</a>). Su mirada era triste o, mejor dicho, interrogante, como si me quisiera preguntar: ¿Qué ocurre?, ¿Qué me está pasando?, ¿Es normal, vivir así siempre? Nunca emitió un sonido y yo intentaba transmitirle mediante nuestro contacto un poco de energía y bienestar. Quiero pensar que ella así lo sentía, y que por esto venía hacia mí, me tomaba la mano (o mejor dicho: se colgaba de mi dedo índice) sin decir palabra, y ya no me la soltaba.</p><elsevierMultimedia ident="fig0005"></elsevierMultimedia><elsevierMultimedia ident="fig0010"></elsevierMultimedia><p id="par0025" class="elsevierStylePara elsevierViewall">Imaze fue internada con una tuberculosis que afectaba a todo un pulmón. Tenía 18 años y una boca con unos labios extraordinarios que eran difíciles de ignorar. Su padre me explicó que desde hacía varias semanas no hablaba. ¿Se había vuelto muda?, ¿Había enloquecido? No se lo explicaba porque antes ella era una chica normal. Nosotros pasábamos la visita con más o menos prisa, pero yo, una vez concluida, me quedaba unos minutos con ella. Estaba internada en una pequeña habitación en un extremo de la sala dónde permanecían los enfermos más contagiosos. Le hablaba como si pudiera entenderme, y le explicaba que se curaría y que pronto podría volver a casa, y al mismo tiempo le acariciaba la mano o los brazos. Pasaron unas semanas y cuando ya había sido trasladada junto a los enfermos menos graves, una mañana Imaze me dio los buenos días. Me sorprendí pero inicié una conversación como si no hiciera semanas que no había oído su voz. Nunca supe lo que le había ocurrido o lo que barruntaba en su cabeza, pero pienso que el hecho de que yo no la ignorara a pesar de su silencio, y de establecer un contacto físico a diario la ayudó a «volver» entre nosotros.</p><p id="par0030" class="elsevierStylePara elsevierViewall">El día que su padre vino a recogerla me dijo:<ul class="elsevierStyleList" id="lis0005"><li class="elsevierStyleListItem" id="lsti0005"><span class="elsevierStyleLabel">–</span><p id="par0035" class="elsevierStylePara elsevierViewall"><span class="elsevierStyleItalic">Si la quieres es tuya; tú la has curado</span>.</p><p id="par0040" class="elsevierStylePara elsevierViewall">Rechacé el regalo y, no sin un cierto pesar, le contesté que muchas gracias.</p><p id="par0045" class="elsevierStylePara elsevierViewall">Al cabo de un tiempo volvió.</p></li><li class="elsevierStyleListItem" id="lsti0010"><span class="elsevierStyleLabel">–</span><p id="par0050" class="elsevierStylePara elsevierViewall"><span class="elsevierStyleItalic">Imaze te saluda y como no la has querido te traigo un saco de arroz y una gallina</span>, me dijo afablemente.</p><p id="par0055" class="elsevierStylePara elsevierViewall">TLC, TLC... ¡Los efectos extraordinarios que puede desencadenar el contacto físico!</p></li></ul></p></span>" "pdfFichero" => "main.pdf" "tienePdf" => true "multimedia" => array:2 [ 0 => array:7 [ "identificador" => "fig0005" "etiqueta" => "Figura 1" "tipo" => "MULTIMEDIAFIGURA" "mostrarFloat" => true "mostrarDisplay" => false "figura" => array:1 [ 0 => array:4 [ "imagen" => "gr1.jpeg" "Alto" => 2087 "Ancho" => 1665 "Tamanyo" => 217852 ] ] "descripcion" => array:1 [ "es" => "<p id="spar0005" class="elsevierStyleSimplePara elsevierViewall">Cubierta del libro <span class="elsevierStyleItalic">Crónicas de un médico en el mundo</span>. 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J.E. Ollé Goig
Asociación Catalana para el Control de la Tuberculosis en el Tercer Mundo (ACTMON), Barcelona, España